Hablar de Kant es hablar de una de las cumbres de la filosofía moral. Su idea central puede resumirse en una frase poderosa: “Obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en una ley universal”. Esta expresión, que recoge el famoso imperativo categórico, encierra toda una visión ética que aún hoy sigue siendo referencia obligada. Para Kant, la moralidad no depende de gustos personales, de intereses egoístas ni de la búsqueda de placer, sino del deber: del reconocimiento racional de que hay principios universales que todos deberíamos respetar. Hacer lo correcto, entonces, no es cuestión de conveniencia, sino de dignidad y respeto hacia uno mismo y hacia los demás. El deber no oprime: libera, porque nos recuerda que somos seres autónomos, capaces de legislar para nosotros mismos desde la razón. Por eso, cuando actuamos moralmente, no lo hacemos por miedo a un castigo o por esperanza de una recompensa, sino porque comprendemos que es lo que debemos hacer. Kant nos enseña que la verdadera libertad no es hacer lo que nos da la gana, sino actuar conforme a principios que podrían valer para todos; y que la humanidad, en cada persona, debe ser siempre tratada como un fin en sí mismo, nunca como un simple medio. En un mundo donde muchas veces se justifican actos por utilidad, conveniencia o intereses particulares, la propuesta kantiana sigue siendo un reto: vivir con coherencia, guiados por la razón y por un respeto radical a la dignidad humana.